Andrés de La Mota, ese clérigo taurino
Víctor Manuel Cabañero Martín, HISTARCO
El clérigo presbítero de misa, saltando de la carreta con esa guisa
Andrés se había levantado inquieto aquella mañana del 25 de Agosto… ¡se iban a correr toros por las calles de Coca! Villa en la que, desde hacía algunos años y proveniente quien sabe si de La Mota, impartía sus servicios sacramentales como clérigo presbítero de misa. Sabía que no podía, pues lo tenía totalmente prohibido, ¡cosas del servicio eclesiástico!
Llegaron los toros a la villa y camino de la plaza de Santa María, esperaba su paso, como tantos vecinos, encima de una de las carretas que se sucedían a lo largo del recorrido previsto, para cortar la fuga a los astados y permitir la evasión a quienes exhaustos o en peligro, debiesen ponerse a salvo.
Hombre impulsivo en sus actos, no se le conocían sin embargo acciones dignas del rechazo de su señoría. También hombre valiente, quería saber lo que sentían aquellos que participaban de la fiesta.
Fue un segundo, una respuesta casi profana, lo que le llevó a participar activamente en el evento. Al paso de los toros, Andrés de La Mota, con su sotana y su sombrero de medio balón, dio un salto para bajar de la carreta al encuentro de la manada. Sorprendió a la muchedumbre… aunque no debiera ser el único entre el estamento clerical que diese rienda suelta a sus instintos, que no pudiese reprimir esa ansiedad.
Pasada la fiesta, el Fiscal del Obispo, vaya usted a saber por qué, fue informado de los hechos y Diego de Espinosa, a los efectos el fiscal, denunció, cinco días después, los hechos ante su Señoría.
Condena: el conocimiento, 511 años después, de sus actos; la sorpresa que nos genera instintivamente, de cuasi complicidad; inocente en la respuesta, como pícara la sonrisa que esbozamos al oírlo. Fue, Andrés de La Mota.
Llegaron los toros a la villa y camino de la plaza de Santa María, esperaba su paso, como tantos vecinos, encima de una de las carretas que se sucedían a lo largo del recorrido previsto, para cortar la fuga a los astados y permitir la evasión a quienes exhaustos o en peligro, debiesen ponerse a salvo.
Hombre impulsivo en sus actos, no se le conocían sin embargo acciones dignas del rechazo de su señoría. También hombre valiente, quería saber lo que sentían aquellos que participaban de la fiesta.
Fue un segundo, una respuesta casi profana, lo que le llevó a participar activamente en el evento. Al paso de los toros, Andrés de La Mota, con su sotana y su sombrero de medio balón, dio un salto para bajar de la carreta al encuentro de la manada. Sorprendió a la muchedumbre… aunque no debiera ser el único entre el estamento clerical que diese rienda suelta a sus instintos, que no pudiese reprimir esa ansiedad.
Pasada la fiesta, el Fiscal del Obispo, vaya usted a saber por qué, fue informado de los hechos y Diego de Espinosa, a los efectos el fiscal, denunció, cinco días después, los hechos ante su Señoría.
Condena: el conocimiento, 511 años después, de sus actos; la sorpresa que nos genera instintivamente, de cuasi complicidad; inocente en la respuesta, como pícara la sonrisa que esbozamos al oírlo. Fue, Andrés de La Mota.